7.1.14





La ermita no es la coraza de un caracol

Adriana Zarri (1919-2010), teóloga y ensayista desaparecida no hace mucho, trabajó hasta el último día de su vida en: Un eremo non è un guscio di lumaca (2011, Turín: Einaudi). En este volumen se reúnen algunos de sus escritos más históricos, como Erba della mia erba [Hierba de mi hierba] y varios de sus artículos elaborados para diversas publicaciones.

En cierto momento de su vida, Adriana tomó una decisión muy valerosa y de contracorriente (en lo que quizás haya sido un giro existencial): se decidió alejarse de la ciudad para vivir en una casa de campo en medio de la más absoluta soledad, viendo de recuperar la antigua tradición de la vida eremítica y cristiana. En este libro ella nos habla sobre su aventura, nos habla de aquel septiembre de 1945 en que, con sus 56 años de edad, se decidió por una opción radical.

Adriana les contaría a sus amigos de su elección a través de una carta en la que les anunciaba un cambio que no “obedece a razones prácticas” sino más bien a “una clara elección de la vida eremítica. Mi nueva residencia será, de hecho, una antigua casa solitaria, en donde transcurriré los restantes años de mi vida en la oración y el silencio”.

Rossana Rosanda hace una justa introducción a sus escritos. Ella llegó a conocer a Adriana mientras estaba en Roma, durante una campaña por el aborto a la que la escritora –aunque cristiana y teóloga- se había sumado. Con frecuencia, Rossana visitaba la ermita de su amiga: il Molinasso, que era un viejo molino; era una casa levantada sobre las colinas, cerca de Ivrea, aislada e inmersa en la naturaleza. Adriana había renunciado a la ropa de la ciudad, vestía de manera simple usando prendas campesinas y se dedicaba a varias ocupaciones en su hábitat: escribía, se hacía cargo de los animales, reparaba su antigua morada para hacerla más habitable y agradable, y cultivaba una huerta que le garantizaba cierta autosuficiencia. Tenía una habitación para sus huéspedes y con frecuencia recibía algunos amigos. Aunque también transcurría largos periodos sumergida en una soledad eremítica, austera y sin comodidades, dedicada a la oración y a la meditación. Desde un punto de vista práctico, afrontaba no pocas dificultades, en especial en invierno. Su il Molinasso se erigía ante los visitantes como un lugar muy tranquilo y “envidiable” en los días de verano, pero ella también pasaba días –sino semanas- sin ver a nadie. Solía decir que la única persona que veía con cierta regularidad era el cartero.

Por desgracia, la campiña con frecuencia es un territorio de caza y de incursiones por parte de los desesperados, quienes una noche llegaron a su casa y violentaron la puerta. Tal vez desde hace mucho habían estado observando que se trataba de una señora solitaria, aislada de la comunidad. Cuando irrumpieron, la golpearon salvajemente a pesar de estar desarmada, negándose a creer que ella viviese en la pobreza y que no tuviese nada de dinero. Dos días después el cartero la encontró traumatizada y herida.

Este incidente, que pudo haberle costado la vida, produjo una intensa discusión entre sus amigos, pues se vieron afligidos por un sentimiento de culpa. Era claro que nadie podía vivir fuera del mundo, en especial una señora; ella no podía estar sin protección. Para Adriana, esta agresión significó la pérdida de lo que orgullosamente consideraba como un logro: la soledad vivida como un espacio de elección. El trauma y aquella triste hora vivida entre la vida y la muerte la habían herido y debilitado lo suficiente. Y ya que no tenía dinero, siendo que se había decidido a vivir en la pobreza y a costa de su labor cotidiana, no sabía dónde ir.

Sin embargo, recibió varias ofertas de hospitalidad de sus conocidos y amigos; aunque la pérdida de su casa en la colina, con todo aquel espacio abierto, era algo difícil de remplazar en un contexto menos aislado. Finalmente, después de muchas vueltas, le ofrecieron una propiedad diocesana abandonada cerca de un poblado de Turín, con vista al campo. Allí recompuso su huerta y su jardín, con muchas rosas que lograron florecer. Además de cultivar, de podar y de cuidar a sus animales, Adriana fue una mujer que escribió bastante y que pudo reunirse con diversas personas en debates y convenciones, intercalando tales encuentros con periodos de oración solitaria.

 La teología de Adriana es con seguridad una teología de la salvación; como ejemplo, rechazó el concepto del infierno y terminó declarándose “herética”. No le gustaba ni san Pablo ni san Agustín, y para sus meditaciones se valía directamente de la escritura. La prosa de sus escritos es clara y transparente, directa, sin adornos ni giros verbales. Adriana habla sobre las experiencias de su vida y las intercala con largas reflexiones sobre el sentido de la vida y sobre la percepción de Dios, o mejor, sobre lo divino en la realidad humana. Su mirada, de aires franciscanos, siempre vuelve a la naturaleza y a sus ciclos, al amor por los animales y por lo creado. De muchas maneras, diría que Adriana me ha recordado los escritos de un maestro budista zen: Thich Nath Han, historiador del budismo además de poeta y jardinero. Este maestro es alguien que continuamente reflexiona sobre aspectos de la naturaleza, en los que refleja y sitúa al ser de quien medita. La única diferencia sustancial entre Adriana y el maestro zen es que para éste la comunidad es un elemento central de su práctica budista, en tanto que el aspecto devocional más intenso para Adriana se halla en la oración solitaria.

Al parecer, más allá del estrecho círculo de amigos, la soledad fue también su defensa más extrema; de hecho, fue la única provocación real que Adriana dirigió a la fuerte intromisión del clero y de la comunidad católica ligada al Papa, que sofocaban su libre vocación dirigida hacia lo creado y hacia los otros hombres.  

El libro finaliza con sus recuerdos de una época feliz; aunque grande es, en verdad, su lamento por la ermita de il Molinasso y por su proyecto de una vida eremítica, a la que fatigosamente había conquistado: 

Las realidades nacen y mueren; y cuando ellas no quieren morir ya no son más aquellas, pues se van degradando. Es también mejor que entierre esta vida mía conmigo, y que venga aquí quien quiera venir; o mejor que no venga nadie. Pero il Molinasso morirá dulcemente, abrazado por las zarzas. Aquí se dan el agrietamiento y el desmoronamiento de las paredes, el colapso y la caída de sus techos; el cielo se ríe desde arriba y el sol se desploma en su interior, mientras el viento juega con las puertas que se agitan […] Cuando ya todo se haya venido abajo, las ruinas florecerán y vivirán en todas partes: en la hierba, en la espesura de los espinos, en el refugio de los topos y en el meneo de las lagartijas […] La muerte es la vida. Y en el invierno la nieve disminuirá como la angustia al morir, preparando así el marzo de las prímulas. 

Se trata de un feliz ejemplo de lo que los budistas llaman “impermanencia”. Es una gran lección de vida de una mujer inteligente y llena de coraje.  

Vaya un sincero agradecimiento a Adriana Zarri por su testimonio de vida y de valiente trabajo intelectual.    
    
He aquí un epígrafe escrito por ella: 

No me vistan de negro:
es triste y fúnebre.
No me vistan de blanco:
es soberbio y retórico.
Vístanme
de flores amarillas y rosas,
y con alas de pájaros.
Y tú, Señor, mira mis manos.
Quizás haya una corona.
Quizás
haya una cruz.
O algo equivocado.
En mis manos tengo verdes hojas
y sobre la cruz,
tu resurrección.
Y sobre la tumba
no pongan un frío mármol
con las mentiras habituales
que consuelan a los vivos.
Dejen solo la tierra,
que ella escriba, en la primavera,
un epígrafe de hierba.
Y así dirá
que he vivido,
que he esperado.
Y escribirá mi nombre y el tuyo,
juntos como dos bocas de amapolas.
...


07 de febrero del 2013. Un eremita non è un guscio di lumaca, psychiatryonline.it

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