16.6.14






III. Un dilema: entre soledad y caridad fraterna.

| Aun cuando la ambigüedad de esta expresión es más bien superficial, como todo lo que se relaciona con las palabras, | surge ahora un grave problema. Aunque no precisamente para los hesicastas, sino para los cristianos en general; en especial para quienes deben enseñar los caminos de la perfección. “La vida ascética tiene un solo objetivo: la salvación del alma”, dice san Basilio. Y la salvación del alma consiste en la caridad, según un principio primordial que jamás ha sido puesto en duda -a nivel teórico- desde que san Ireneo lo opuso de forma victoriosa al intelectualismo de los falsos gnósticos. Desde entonces, la única sabiduría y el único deber [de todo cristiano] es conocer y abrazar el género de vida que conduce con mayor certeza a la más alta caridad. ¿Por qué buscar, entonces, con tanta insistencia a la quietud?

Pero, ¿qué es la caridad? Esta fundamental cuestión de la moral cristiana, que fue resuelta teóricamente por la respuesta de nuestro Señor Jesucristo: “Amarás a Dios con toda tu alma, con toda tu inteligencia, con todo tu corazón y con todas tus fuerzas, y al prójimo como a ti mismo”, nunca deja de producir -en todo tiempo y en todo lugar- nuevos problemas respecto a su aplicación. ¿Cómo adecuar el amor a Dios con el amor al prójimo? Si la medida para amar a Dios es amarlo sin medida, como dice Orígenes, ¿no habría que entregarse a la búsqueda directa de tal amor en todo instante de la vida? Y todo lo que no es un esfuerzo directo hacia ese amor, es decir, todo aquello que no es oración, ¿acaso no es, ipso facto, pura vanidad y pura pérdida? Así lo afirman sin vacilar los autores queridos por los hesicastas, como Nicetas Stéthatos [1], quien se apoyó en venerables autoridades, como san Epifanio [2].

Pero, ¿qué queda, entonces, para la práctica de las obras de caridad fraterna? ¿Y cómo podemos estar seguros que nuestros sentimientos con relación al prójimo, e incluso nuestra entrega, son parte de una auténtica caridad? Pues, ¿acaso desde hace tiempo no sigue viva en nosotros la philautía [filaucía], ese virus que infecta la fuente misma de nuestra afectividad, según la inagotable enseñanza de san Máximo el Confesor? ¿Y por dónde habría que empezar para realizar en nosotros la purificación perfecta, sin la cual no existe la caridad pura hacia Dios y hacia el prójimo? ¿A qué acciones han de prestarle mayor importancia nuestros esfuerzos? ¿A la extirpación del amor propio (una tarea negativa que puede resultar decepcionante), a la actividad de servicio a los demás (una tarea positiva sujeta a la ilusión) o al estudio que posibilite en nosotros el desarrollo de un amor deliberado y consciente hacia Dios a través de una intensa dedicación a la oración?

A este problema primordial, los hesicastas –con razón o sin ella- lo consideran resuelto; sino para todos los cristianos al menos para ellos. Es precisamente su certeza sobre este punto lo que constituye su vocación de hesicastas. Ellos no son parte de la Iglesia jerárquica. En principio, no son obispos ni sacerdotes ni tampoco clérigos, al igual que no lo son los monjes en general (quienes no admiten a los clérigos debido a las precauciones que todavía señala la Regla de san Benito; siendo la principal de ellas la renuncia a todo privilegio). Y tampoco se enredan en ministerios apostólicos, ni mucho menos se entregan como profesión a la hospitalidad o al cuidado de los enfermos o de los pobres. Para ellos será suficiente el ejercer tales formas de caridad cuando se presente la ocasión. Su caridad interior no les impide, y hasta puede que les ordene, retirarse a los lugares en donde tales ocasiones sean raras.

El problema con el que se enfrenta el hesicasmo no es de orden doctrinal sino de orden psicológico y experimental. Una vez que se distingue el objetivo -su objetivo-, y una vez que se admite que para lograr ese objetivo se impone cierto grado de soledad –al menos de forma intermitente- que asegure la quietud interior sin la cual no es posible la unión con Dios, ¿cuál es la medida de tal soledad? No se trata del mínimo exigido a todo cristiano ni tampoco del máximo que jamás ha existido; se trata más bien de lo óptimo, es decir, de lo más eficaz para alcanzar el ideal anhelado, lejos de ilusiones.

Si nosotros, personas del siglo XX, queremos estar preparados para emitir un juicio justo sobre el fenómeno histórico del hesicasmo, es necesario que comencemos este trayecto situando con toda claridad, delante de nuestros ojos, su objetivo espiritual tal y como nos lo presentan sus adeptos mejor entendidos. Y advirtamos que, si después de haber repasado estas descripciones venimos a creer o seguimos creyendo que el objeto de su ambición –que para ellos era valioso-, y que incluso todos sus sacrificios y todos esfuerzos, no merecen nuestra humana simpatía ni nuestra cristiana admiración, lo mejor será no leer lo sigue en este trabajo.


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1. Cf. Alf. Epifanio, n.3, PG 65, 164 B.
2. Centuria II, 77, PG 120, 937 AB; cf. Gregorio el Sinaíta, De quietudine et duobus modis orationis 11, PG 150, 1324 D.


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