24.3.15





La hospitalidad sagrada: badaliya,
el camino de la sustitución mística.


por Christopher Bamford.


Dios no reside en cuerpos saludables – Hildegarda von Bingen.


La hospitalidad, la bienvenida al extranjero -y por extensión al otro (a cualquier otro) y al desconocido- yace en el corazón de las tradiciones abrahámicas. La hospitalidad siempre aguarda al extranjero, a cualquier forastero, con el corazón abierto. Ella extiende el hogar, el corazón, los dones y finalmente hasta la propia vida al otro, sea que haya sido invitado o no. El verdadero hospedero está dispuesto a dar su vida por su huésped, y éste a su vez dispuesto a corresponderlo, pues hospedero y huésped son posiciones que se intercambian.

La hospitalidad “sagrada” podría definirse como “el descubrimiento experiencial de lo sagrado en los demás y, por ende, de la santidad en uno mismo”. Esto sitúa a la hospitalidad en el centro de nuestra vida espiritual. Louis Massignon, a quien pertenece la frase citada, escribe:

Este conocimiento experiencial no es una ciencia a priori, se trata de una comprensión, de una interiorización que no puede expresarse por medios externos sino más bien aceptando -mediante una transferencia- el sufrimiento de los demás.

La hospitalidad sagrada es un llamado a salir de nosotros mismos hacia los demás, a amar fuera de nuestro propio entorno y de nuestras relaciones habituales.

El redescubrimiento de este camino es parte de una historia del siglo veinte poco conocida, son sucesos que se dieron en almas turbulentas sumergidas en la oscuridad del conflicto religioso. Es una historia narrada con acciones humanas. Los protagonistas son cuatro zaddiks o justos. Estos “pilares escondidos” son el P. Charles de Foucauld, fundador de los Pequeños Hermanos y Hermanas de Jesús; J.K. Huysmans, novelista del simbolismo y convertido al catolicismo; Louis Massignon, el estudioso, místico e islamista; y Mary Kalil, una cristiana egipcia. Por encima de ellos, como patrones, ejemplos y fuente de inspiración están San Francisco y la Virgen María, la madre de Jesús, a quien se le dijo: “Y una espada atravesará tu corazón”.

La historia empieza con Charles de Foucauld (1858-1916), aristócrata francés, huérfano a una edad temprana y criado por sus abuelos. Obeso, perezoso, centrado en sí mismo y entregado al libertinaje, solo le gustaba vivir según quisiese. Cuando fue llamado al servicio militar, en la zona norte de África, partió hacia allá junto a su amante. Al prohibírsele que continuase viviendo de esa manera, abandonó el ejército, regresó a su casa y se estableció allí junto a su amada. Un año después, al escuchar que su regimiento estaba en guerra en la región norte de África, se volvió a unir a ellos. Y allí luchó con mucho valor. Fue entonces que el primer destello de fe regresó a él, pues descubrió a la misma “en la herida de una divina compasión entre combatientes que se hacían hermanos”. Por encima de todo, vio el desierto y pudo escuchar su llamado.

Foucauld pidió permiso para dirigirse hacia el oriente pero no tuvo éxito. Se resignó a quedarse en su destacamento. Comenzó a estudiar árabe y salió a explorar áreas de Marruecos que no estaban registradas en los mapas. Y ya que no podía hacerlo como francés, se disfrazó de judío, vistiendo un kippah rojo y un turbante de seda negra. Se puso el nombre de Rabbi Aleman, y dijo ser un exiliado de Rusia a causa de los recientes pogroms. El reporte que escribió y publicó fue una obra maestra de la geografía y la filología (gracias a la cual se encontraría luego con Louis Massignon); aunque su verdadero descubrimiento fue el mundo abrahámico. Aprendió el significado de hospitalidad (los judíos, al igual que los marroquíes, le salvaron la vida en varias ocasiones) y se encontró con personas cuya fe en Dios era absoluta.

Ya de vuelta en París, su proceso de conversión continuó. Foucauld comenzó a frecuentar las iglesias diciéndole a Dios: “Señor, si existes, has que pueda conocerte”. Fue más tarde en búsqueda del famoso director espiritual, el abad Henri Huvelin, quien -con la franqueza de su discernimiento- simplemente le dijo que se arrodille, se confiese y vaya a comulgar. Desde entonces, Foucauld se dedicó solo a cumplir los dos grandes mandamientos: amar a Dios con todas sus fuerzas y al prójimo como a sí mismo. Se resolvió imitar a Jesús, amarlo más allá de toda medida. Y tres sucesos establecerían el curso de su decisión. Escuchó un sermón con la siguiente frase: “Tomaste el último lugar y nadie quiso quitártelo”. Luego visitó un monasterio trapense y se reunió con un hermano cuyo andrajoso vestido lo impresionó y fascinó. Y finalmente visitó Tierra Santa. Después de pasar la Navidad en Belén, meditó en los lugares por los que Cristo había caminado y desde ese momento supo que buscaría la pobreza: la vida simple de Nazaret.

Foucauld se unió a las trapenses en su casa más austera: Nuestra Señora de las Nieves, el monasterio más alto de Francia. Los inviernos duraban allí seis meses. Pero esa no era la vida que él anhelaba. Por eso fue transferido a un monasterio todavía más primitivo en Siria, en donde concibió la idea de un tipo diferente de comunidad. La visión le daría forma a su vida, sería una comunidad de trabajadores manuales que se apoyasen entre sí, viviendo la vida escondida de Jesús de la manera más simple y entre la gente más pobre y ordinaria: “Todos nuestros esfuerzos deberían dirigirse a mostrarle a los demás la caridad, la compasión, la ternura y la infinita bondad de nuestro Maestro”. La respuesta de las autoridades fue [que permaneciese] dos años en Roma. Y el obedeció. Una y otra vez obedeció, muriendo a sí mismo. Al final se le concedió lo que quería. No se dio lugar a su orden, pero aquello era ya un comienzo. Podría ir a Tierra Santa y trabajar como un siervo, oculto y solitario. Llevaría la vida secreta de Nazaret en el propio poblado de Nazaret.

Foucauld se convirtió en el sirviente de las Clarisas Pobres. Vivía en el cobertizo para las herramientas, oficiaba la misa y las servía según se lo pedían. Leía continuamente los evangelios. Cierto día, después de leer el pasaje en el que María visita a Isabel, se imaginó a Jesús diciéndole:

"Trabaja para santificar el mundo, trabaja como lo hizo mi madre: sin palabras y en silencio. Ve a vivir entre quienes no me conocen. Llévame con ellos. Haz un altar, un tabernáculo. Llévales el evangelio; predícales con el ejemplo, no hablando del evangelio sino viviéndolo".  

Ordenado en junio de 1901, Foucauld se determinó a vivir su visión –y a formar su comunidad– entre los marroquíes, quienes fueron los primeros que le habían enseñado acerca de Dios. Quería crear un centro de hospitalidad, un lugar en donde Dios y el pan estuviesen igualmente presentes; y en donde pudiese rezar por los extranjeros como hermanos, darles la bienvenida como tales. Se dirigió a Bénni Abbès y construyó una capilla con cuatro troncos de palma que sostenían un techo de varas y ramas entretejidas. Una simple mesa servía como altar. Dormía en el piso y comía dátiles y galletas de cebada. Su único icono era gran dibujo del Sagrado Corazón “con los brazos abiertos para abrazar, apoyar y llamar a los seres humanos, y para entregarse a ellos ofreciéndoles su corazón”. Sus vecinos llamaron a su lugar la khaoua o hermandad. Se convirtió así en “el hermano Charles”: “Quiero que todos, cristianos, musulmanes, judíos o paganos, vean en mí a un hermano, a un hermano universal”.

Al respecto, Massignon escribió:

Foucauld no estaba hecho para evangelizar de viva voz, mediante sermones propagandistas […] Llegó para compartir la humilde vida de los más humildes, anhelando su pan de cada día junto a ellos como fruto del “sagrado trabajo de sus manos”, para luego revelarles, a través de su silencioso ejemplo, el verdadero pan espiritual de la hospitalidad que esas mismas personas le habían ofrecido: la Palabra de la Verdad, el pan de los ángeles en el sacramento del momento presente. Bajo el tejido de los actos empíricos, él pudo apreciar lo divino del acto trascendente. Su contemplación ya había logrado ver a lo temporal rasgándose por la invasión de lo eterno.

Foucauld permaneció en Bénni Abbès durante varios años, siempre sirviendo a los pobres. No rechazaba a ningún huésped. Pero la guerra se desató en torno suyo y sintió el llamado de irse hacia el sur, junto a los tuaregs, en donde no había sacerdotes. Vivió con el deseo de servirles, de aprender su lenguaje y de traducir el evangelio. Se estableció allí, viviendo la vida de Nazaret y tratando a los enfermos en cada aldea por la que pasaba. Finalmente llegó a Tamarasset, en donde había “veinte cabañas pobres esparcidas en un espacio de tres kilómetros”; era “el corazón de la tribu nómada más fuerte del país”. Allí permaneció, solo, trabajando y sirviendo, esperando siempre que otros se le unieran para establecer una pequeña orden y así llevar la más pobre de las vidas en el más pobre de los lugares.

Foucauld murió el 01 de diciembre de 1916, dedicado a sus hermanos y hermanas musulmanas; murió sin luchar, como víctima inocente de la violencia rutinaria en un conflicto sin sentido de las tribus locales. Antes de morir había logrado fundar una asociación, una unión, de aquellos que creían como él. Se encontró y mantuvo relación con Louis Massignon, esperando que éste pudiese continuar con su trabajo. Massignon escribió: “Foucauld me fue dado como un hermano mayor […] Me ayudó a encontrar a mis hermanos en los demás seres humanos, comenzando con los más abandonados […]”.




Ahora es Massignon quien continúa esta historia. En octubre de 1906, con apenas veinte años, agnóstico y ya convertido en un estudioso, se embarcó en Marsella para ir hacia Marruecos. A bordo se encontró con un joven aristócrata español, Luis de Quadra, quien regresaba al Cairo. De Quadra, quien era homosexual, le dijo que “había renunciado a la cristiandad por el Islam para poder continuar adorando a Dios sin arrepentirse de su vida, a la manera de Omar Khayyam”. Se estableció un vínculo entre los dos que duró hasta el suicidio de De Quadra, en 1921. Para entonces ya la amistad hacía mucho que se había convertido en una práctica de compasión en la que Massignon se ofreció -comprometiendo su propia vida- como “rehén voluntario” para salvar el alma de su amigo. Durante sus primeros años, sin embargo, esta relación con De Quadra -y con otros más- lo sumió en una profunda crisis moral. 

Tras abrazar la vida, vestimenta y costumbres árabes, Massignon continuó sus estudios con una capacidad sobresaliente mientras en su vida privada sufría de angustia. La única luz en la oscuridad provino de los místicos sufíes, cuyos textos estaba descubriendo y leyendo con nuevos ojos. Cierto día en el Cairo, en marzo de 1907, De Quadra le señaló un verso del místico del s. X, Al-Hallaj: “Dos instantes de adoración son suficientes en el amor, pero el baño preliminar debe hacerse con sangre”. Se trataba del Al-Hallaj (posterior figura de la magnum opus de Massignon), crucificado en Bagdad en el año 922 por afirmar: Ana’l Haqq – “Yo soy la Verdad” (o, “Mi ‘yo’ es Dios”). Massignon escribió: “El significado de pecado vino otra vez a mí, y entonces pude percibir el penetrante deseo por la pureza; fue durante el comienzo de una cruel primavera egipcia”. Al-Hallaj fue el ancla que cambiaría su vida.

El 19 de diciembre de 1907, Massignon llegó a Bagdad buscando el significado de su vida. Fue presentado a la alta sociedad y se hizo amigo de una importante familia musulmana, los Alussy, quienes le dieron acceso a una rica biblioteca de manuscritos. También le alquilaron una casa en un vecindario en donde no vivía ningún occidental; y espiritual y moralmente lo atendieron con exquisita aplicación. Hablando de Hajj Ali Alussy, Massignon escribió: “Fui su huésped. Me aceptó tal como era e intentó que mi destino fuese ser rico”.

Pero viviendo como árabe entre los árabes, Massignon levantaba sospechas. ¿Era un espía? ¿Qué estaba haciendo ahí? Para despejar las sospechas, decidió continuar sus investigaciones personales fuera de la ciudad. Y así, el 22 de marzo de 1908, disfrazado de un oficial turco y con autorización, dejó Bagdad con una pequeña caravana. Antes de irse, los Alussy lo convencieron de que grabase su nombre sobre un pequeño sello de cristal, sobre la palabra abduhu, “su sirviente”.

En lo que fue una excitante aventura, Massignon se vio atacado por los beduinos, pero éstos no lo detuvieron. Aunque después las cosas comenzarían a empeorar. El 28 de abril tuvo una fuerte discusión con un sirviente que estaba esparciendo rumores sobre su “comportamiento afeminado”. Massignon lo reprimió lleno de ira y el sirviente posteriormente huiría llevándose su dinero. Sin vacilar, Massignon presentó cargos contra él. Pero mientras tanto, ya habían aumentado las dudas sobre su identidad y su estabilidad mental. Entonces se decidió regresar. “Con el corazón destrozado”, abordó el barco de vapor que lo llevaría al Tigris y luego a Bagdad. Era el único europeo a bordo. Se sintió receloso, aislado. Por primera vez en su vida se vio impulsado a rezar. “Fue en árabe que proferí mi primera oración: Allah, Allah, as ‘ab du ‘fi (¡Dios, Dios, ayúdame en mi debilidad!).

Massignon entregó su revólver al capitán, quien estaba cada vez más preocupado por la conducta errática de su pasajero. Y los hechos comenzaron a empeorar. Más tarde entró a la cabina del capitán, tomó su revólver y le apuntó directamente, por lo que éste lo puso luego bajo observación. Físicamente limitado, Massignon se encontraba entonces desesperanzado:

Comencé a sufrir por mí mismo. Examinaba mi conciencia viendo cómo terminaba tras cuatro años y medio de amoralidad, precisamente arruinado por la codicia de mi ciencia y por mi placer. Muriendo en tan terrible situación, creí que sería mejor que mi familia me olvidase […] Y entonces decidí ponerle fin a mi vida.

Con un pequeño cuchillo, se golpeó justo en el corazón, haciéndose una herida superficial. Mientras estaba vendado, Massignon de pronto se agitó más y más, hasta empezar a delirar. Rompió su vestimenta y cortó en pedazos su camisa. Se arrojó al piso, se puso colorado y gritaba con dolor: “¡Quiero morir!”. Otra vez se lo tuvo que encerrar. Estando en estas condiciones, entre esos continuos ataques de agitación, el extranjero lo visitó:

Poco después de cortarme con el puñal, me vi afectado por otro golpe, por uno interior, extraordinario, intenso, sobrenatural e inefable. Como si el centro de mi corazón estuviese ardiendo y mis pensamientos estuviesen siendo arrancados […].

El extranjero es el Dios de Abraham, de Mahoma y del fiat de María. Es el Dios de la bienvenida a quien damos la bienvenida, el gran que une a dos en uno: “El Dios que es a la vez huésped, hospedaje y hogar”. Su proximidad se ve anunciada “por una ruptura interna de nuestros hábitos” o “por el reconocimiento del pecado”.

En una entrevista, Massignon dijo cierta vez que:

[…] el descubrimiento antecede a la teoría, la conmoción antecede a la denominación. Ante el Señor que nos ha quitado el aliento, el alma se convierte en mujer: es silenciosa, consiente […] Ella comienza a conmemorar en secreto la Anunciación, el viaticum de esperanza, el hecho de que ha concebido para da a luz al inmortal.

Como la Virgen, el alma no pregunta cómo o porqué, tan solo dice: . Por eso:

El frágil huésped que lleva en su vientre determina, en consecuencia, toda su conducta. No se trata de una idea propia que ella desarrolla según le place y de acuerdo a su naturaleza, sino que adora a un misterioso extranjero que la va guiando.
El extranjero que me visitó una tarde de mayo antes del Taq, quien curó la desesperación que yo me había producido, vino como la fosforescencia de un pez que se eleva desde lo hondo del más profundo mar. Mis características internas me lo revelaron detrás de las máscaras de mis propias características […] El extranjero que me aceptó en el día de su ira tal como yo era, estando yo inerte en su mano como una salamanquesa de la arena, poco a poco derribó todas mis reflexiones, mis precauciones y mi respeto por la opinión pública. Revirtiendo todos los valores, transformó mi relativa comodidad de un hombre con propiedades en la miseria de un hombre pobre […]

Y esta transformación continuó. Un segundo hecho significativo le ocurrió el 08 de mayo en Bagdad, estando en el hospital:

Llevado por segunda vez a lo sobrenatural, sentí como si estuviese a punto de morir: un naciente amanecer espiritual, una serena claridad incitándome a renunciar a todo. Pero retuve un nombre que me era querido, repitiéndolo para mí, diciéndome: “Si él me ha traicionado, quiero ser sincero por los dos y llevar su nombre conmigo para siempre”. La serena claridad aumentó en mi alma: ¿qué es un nombre en la memoria? ¿Acaso Dios no posee a esta criatura de manera más infinita que yo? Y entonces lo abandoné a Dios.

El “nombre que le era querido” era el de De Quadra, pero también había otros más.

Sentí con firmeza una presencia creativa, pura e inefable que sostenía mis palabras a través de las oraciones de personas invisibles, visitantes de mi prisión cuyos nombres confundían mi pensamiento. El primer nombre era el de mi madre (en ese momento ella estaba rezando en Lourdes), el quinto era el nombre de Charles de Foucauld […].

El segundo sería el de De Quadra; el tercero, arriesgo a creer que sería el de Al-Hallaj; y el cuarto. quizás el de Huysmans. Grandes cosas sucederían después, pero no sin antes pasar por un tercer evento sobrenatural:

Una aguda sensación, la súbita presencia de Dios, no como la de un juez sino como la de un padre que inunda a su hijo pródigo. Silenciosamente cerré la puerta de mi habitación y me postré en las baldosas, llorando en mi oración durante toda la noche, después de cinco años de llevar un reseco corazón.

Durante los próximos sesenta años de incomparable erudición y servicio, bajo el signo de Al-Hallaj (a quien él atribuyó su salvación), la fe de Massignon se intensificaría y maduraría hasta encontrar gradualmente su verdadera forma, bajo la continua intercesión de Charles de Foucauld, Al-Hallaj y J.K. Huysman; a quienes se les sumaría San Francisco de Asís.

Siempre han existido almas cuya enfermedad y sufrimiento ha sido tan extremos que han resultado desproporcionados, casi obscenos. En su último trabajo, Huysmans nos cuenta la historia de una de esas figuras, santa Lydwine de Schiedam (1380-1433). Lydwine ha sido una de las grandes sufrientes. Su sufrimiento le concedió la capacidad de asimilar los males de la tierra y consumirlos en el fuego de su amor por el sagrado extranjero, presente dentro de su propio ser. Ella vivió en una época de gran oscuridad espiritual. Hasta sus quince años fue una linda muchacha de profunda devoción hacia María. Luego le sobrevino una enfermedad que la desfiguró, la dejó de un color grisáceo, como un cadáver. Sus pretendientes huyeron como moscas de un plato recién lavado y limpio. Cierto invierno, animada por sus amigos, salió a patinar, se cayó y se rompió una costilla. La llevaron a casa y la pusieron en una cama de la que nunca volvería a levantarse. Su dolor era enorme, tenía muchas infecciones. El pus continuamente brotaba de su boca. Se le gangrenó su cuerpo, con grandes gusanos viviendo en él. Hasta desarrolló cálculos. Sus pulmones e hígado decayeron y cierto cáncer devoró su carne. Su cuerpo se separó en diferentes secciones sostenidas solo por el más débil tejido conectivo. Si hubiese padecido las aflicciones naturales hubiese muerto muchas veces; pero aquellas no se dieron en ella. Antes que hediondos, sus heridas emanaban una indescriptible esencia dulzona, “como el humo de la mirra y otras especias”.

Al principio, Lydwine creyó estar maldita. No podía rezar. Dios era su enemigo. Luego, un sacerdote, Jan Pot, le dijo que ella no había meditado lo suficiente en la pasión de Cristo. Ella no había aprendido a completar el trabajo de él dentro de sí misma. 

Acompáñalo al Huerto de los Olivos, junto a Pilatos, en el Gólgota y di para ti misma que cuando la muerte le impida un posterior sufrimiento, tú, como una viuda fiel, completarás los últimos deseos de tu amado esposo. Y así, mediante tus sufrimientos, realizarás lo que todavía sea necesario.

Jan Pot le enseñó el significado de su sufrimiento y “ella se entregó sin reserva, como una bestia de carga, para llevar el peso de los pecados”. El tormento de su cuerpo aumentó, pero ahora aceptaba con extraordinaria generosidad que sus sufrimientos no eran suyos sino los de los demás. Los demás no habían sido llamados, ella sí. Ella entendió –la pedagogía de su sufrimiento así se lo enseñó– que cada uno de nosotros puede ponerse en el lugar del otro y que ella había sido llamada a ponerse en el lugar de muchos.

Huysmans fue amigo cercano -el único amigo cristiano- del padre de Massignon: el escultor Pierre Roche. Massignon, “el más agradable joven con el que uno pudiera reunirse”, tenía solo diecisiete años cuando visitó al viejo novelista. La biografía de Lydwine recién estaba por aparecer. Huysmans y Massignon hablaron durante seis horas en aquella ocasión, y lo que Massignon escuchó llegaría a ser la piedra angular de su vida. Cuando supo que Huysmans había rezado por su conversión estando en su lecho de muerte, la transformación ya había sido inscrita en su propio ser. La iniciativa de Huysmans –quien ya había aprendido sobre la realidad de la sustitución mística a través de su estudio de Al-Hallaj– le confirmó a Massignon la eficacia de tal sustitución intercesora y reparadora por los pecados del otro.   

En 1912, en el Cairo, mientras frecuentaba la alta sociedad junto a Luis de Quadra, Massignon estaba en el salón de la condesa Howenwaert -esposa del cónsul austríaco– y se encontró con Mary Kalil, una adinerada joven de veinticinco años, egipcia y cristiana. Se reunieron varias veces por un breve periodo de tiempo, en el que Massignon le confió que se había ofrecido a Dios en lugar de De Quadra para traerlo de vuelta a la cristiandad. Pero luego De Quadra cayó gravemente enfermo de tifus. Massignon, entonces, le pidió a Mary Kalil que se le uniera en su sustitución mística. Ella asintió, aunque no tanto pensando en la conversión como en la recuperación del joven español. Un año después, Massignon dejó de verla por temor a que ella estuviese ligándose emocionalmente a él.

En enero de 1934 se encontraron nuevamente. Nada había cambiado, a la vez que todo se había modificado: “Ambos éramos lo que quedaba”. Poco después Massignon escribió:

Ese encuentro, del que pronto van a ser veintiún años, atravesó mi corazón y fue directamente hacia la ardiente herida de mi conversión […] y reavivó dentro de mí, de una manera fuerte, mis promesas de pertenecer solo a Dios, en santidad y para siempre.

Le preguntó a Mary qué era lo que estaba haciendo, y ella le contó que trabajaba con organizaciones de servicio musulmanas. Massignon notó que ambos compartían la vocación de vivir dentro del Islam como cristianos y en búsqueda de Dios. Durante la conversación, aquel lazo común se intensificó rápidamente como una recíproca devoción: una verdadera amistad espiritual como la de Francisco y Clara, o como la de Francisco de Sales y Jeanne de Chantal. Mary aceptó a Massignon como director espiritual. Y él respondió -así lo registró ella- con “un silencioso llamado, uno desesperado y desde las profundidades de mí misma”. El compromiso fue mutuo, resultando en treinta y dos largos años de correspondencia, capaces de cubrir casi 1,500 páginas. Se trata de uno de los mejores tesoros de la literatura espiritual del s. XX. Tanto en sus silencios como en sus palabras, Massignon sentía que sus:

[…] ángeles estaban comunicándose. Cuán maravilloso es el perfume del incienso, la oración callada de mi hermana árabe, de Maryam, que se eleva hacia Dios y llega hasta acá a través de una sobrenatural delicadeza de la gracia […].

Dos años antes, Massignon se había hecho terciario franciscano tras meditar profundamente en la experiencia de Francisco en el Islam, durante la quinta Cruzada. Consideró que el santo había provisto un modelo de relación cristiano-musulmana. Francisco se opuso por completo a la idea de las cruzadas considerándolas anticristianas. Enseñó que los cristianos debían estar entre los “sarracenos” como sirvientes, no como guerreros. Los cristianos no deberían dedicarse a peleas o discusiones, sino “sujetarse a toda criatura humana por amor a Dios”; cuando se les preguntase, sin embargo, ellos debían confesar su fe. En 1219, en Damietta, en el delta del Nilo fuera del Cairo, Francisco se preparó interiormente para el martirio y abandonó el derrotado campamento cristiano para buscar al victorioso sultán Al-Malik al-Kamil. Los dos hombres hablaron larga y confiadamente. En un momento Francisco se ofreció a entrar a un ardiente horno para probar su amor por el sultán y por la verdad de Cristo, pero el sultán gentilmente se negó a aceptar el desafío. La conversación -ya debate, ya comunión- continuó y dio lugar a una profunda admiración entre ambos; pero no hubo conversión. El amor de Francisco no necesitaba traducción; y la hospitalidad, humanidad, cordialidad y nobleza del sultán eran igualmente universales. Ambos rezaron juntos –el uno por el otro– en una mezquita y luego se despidieron. Francisco se fue a vivir el evangelio y el sultán a servir a Dios a su manera.

El 09 de febrero de 1934, Louis Massignon y Mary Kalil regresaron a las ruinas de la iglesia franciscana en Damietta. Allí prometieron ofrecer sus vidas por sus hermanas y hermanos musulmanes, “no para que sean convertidos, sino para que la voluntad de Dios pueda realizarse en ellos y a través de ellos”. Ambos denominaron a su ofrecimiento badaliya, la palabra árabe para sustitución: tomar el lugar del otro en la batalla.

Entramos a la iglesia franciscana que tenía tres grandes ventanales que miraban al Nilo, con tres palmeras meciéndose detrás de ellas. Recé con una intensa devoción y envuelto en un tipo de magia que es difícil de explicar. Le dije a Massignon cuán triste me sentía al ver que no quedaba nada de aquel pueblo en donde habían vivido muchos cristianos sirios y mis antepasados. Abracé los pilares del altar.
- Estás señalada para realizar una promesa. Haz una promesa.
- ¿Y qué promesa podría ser?
- Promete amarlos –dijo Massignon.
- Eso es imposible –dije. Y él respondió que no existe nada más cerca del odio que el amor.
- Promete dar tu vida por ellos –me dijo. Yo me encontraba en tal estado de exaltación que no podía recuperarme. E hice la promesa. Prometí vivir para ellos, dar mi vida por ellos. Prometí estar junto al trono de Jesús por ellos, representándolos. Prometí rezar a lo largo de toda mi vida y por la eternidad para que la luz llegue a ellos.
Massignon tomó mi mano e hizo la misma promesa. Hizo la promesa en un estado de fervor e iluminación que nunca más he vuelto a ver.

Al dejar la iglesia me sentí transformada. No era más yo misma, era como la vida misma de las llamas.
Luego, mientras caminábamos, encontré un clavo de carpintero, lo levanté y se lo di a Massignon.
- Para qué es este clavo -me dijo.
- Para atravesar tu corazón –le respondí. Y él lo guardó en su bolsillo. 

Este fue el comienzo de lo que sería una asociación o “solidaridad en la oración”, llamada Al-Badaliya, cuyos miembros se ofrecían a sí mismos en sustitución mística -como “rehenes” que se sitúan en nuestro lugar y pagan nuestro precio de rescate– para la salvación de la comunidad musulmana. Ellos se convertirían en los “otros Cristos (cual vivos evangelios)”, perfeccionando y completando la pasión de Cristo vista como epítome de la hospitalidad.

Nuestra badaliya es un recordatorio para todos, y en especial para nosotros, del primer y más dulce deber cristiano: darle la bienvenida al otro, al extranjero, al prójimo que está más cerca que cualquiera de nuestros allegados; y hacerlo sin reserva ni medida, sin importar cuánto nos cueste, a cualquier precio.

Los estatutos de la asociación fueron escritos en 1943 y fueron reconocidos en 1947. En 1956, en su carta de Navidad a los miembros de la asociación, Massignon les escribió:  

[…] Si “sustitución” es principalmente un concepto, un deseo de nuestro corazón, no podremos realizarlo de verdad a menos que asumamos en persona, en nuestras vidas y corazones, los sufrimientos y sangrantes heridas de los demás. Y debemos hacerlo antes que nada situados en la no-violencia, a través de la compasión y de las lágrimas interiores, y luego aconsejando a los demás […]

Nuestra afirmación de compromiso declara que “la badaliya requiere de una profunda inserción –a partir de la comprensión fraterna y de la atenta generosidad- en la vida familiar de las generaciones de musulmanes del pasado y del presente”. Cada una de nuestras inmortales almas puede, por lo tanto, receptar el legado de gracias para cultivar y de faltas para expiar.
A través de la “sustitución” […] entramos -en lugar de los ausentes invitados de la parábola de la fiesta de bodas- a la continua cadena de testigos casuales reunidos por la gracia de entre los transeúntes de los caminos; “testigos” de la misericordia divina súbitamente dirigida a alejar el mal. Arrancados de nuestras relaciones carnales, sufrientes y asociados -en virtud de esta privación “virginal”- al privilegio angélico de los ángeles de la guarda, somos capaces de ir incluso más allá de los límites de la incorporeidad angélica para completar humanamente lo que les falta a nuestras hermanas y hermanos […]     

Charles Williams habló de la “co-inherencia” –del “Él en nosotros y nosotros en él”– como “el verdadero patrón de la cristiandad”. Estamos llamados, dijo, no a ser simplemente herederos sino “co-herederos del nombre de la salvación”, de la “adorada sustitución”. Nos cuenta, al respecto, la historia de Felicitas, una esclava cartaginense que mientras estuvo prisionera a causa de su fe dio a luz a un niño mientras gritaba de dolor. Después, cuando le preguntaron cómo soportaría verse destrozada por los leones, ella respondió: “Ahora sufro lo que sufro. Luego otro sufrirá por mí tal como yo he de sufrir por él”. Todos somos un solo cuerpo. Cierto padre del desierto dijo:

Es correcto que tomemos el peso de nuestro prójimo, cualquiera sea la carga, y que -por decirlo de alguna manera- pongamos nuestra alma en su lugar; convirtiéndonos en la medida de lo posible en su doble, llorando y lamentándonos con él. En fin, ha de ser como si nos pusiésemos en el cuerpo mismo de nuestro prójimo, adquiriendo su semblante y su alma. Debemos sufrir por ellos tal como lo haríamos por nosotros mismos. Pues está escrito, todos somos un solo cuerpo […].

Cuando una mujer enferma le pidió que “arrojara un poco de luz, sin importar cuán poca, sobre el oscuro y aterrador misterio del sufrimiento”, Huysmans escribió:

Es muy cierto que son dos leyes, de las que conocemos muy poco, las que rigen a la humanidad: la ley de la solidaridad ante el mal y la ley de la reversibilidad en el bien; solidaridad en Adán, reversibilidad en nuestro Señor. En otras palabras, cada uno de nosotros es responsable en cierta medida por los pecados de los demás y es así debe expiarlos en cierta medida. Y todos pueden, también, atribuirle las virtudes que poseen a quienes no poseen nada y no pueden adquirir ninguna. Dios fue el primero en someterse a estas leyes cuando las aplicó a sí mismo en la persona de su Hijo. […] Quiso que Jesús diese el primer ejemplo de sustitución mística, la sustitución de uno que no debe nada por aquellos que deben todo. Jesús, a su vez, quiso que ciertas almas aceptaran el legado de su sacrificio y -en palabras de San Pablo- completaran lo que todavía le falta a su pasión. Pues, de hecho, Cristo no pudo sufrir más luego de su crucifixión. Su misión estuvo completa con el derramamiento de su sangre. Si él desea continuar sufriendo aquí en la tierra, solo puede hacerlo en los miembros de su cuerpo místico […]

En palabras de Dotoievsky, tan querido y frecuentemente citado por el filósofo Emmanuel Levinas: “Todos somos responsables -o culpables- en relación al otro. Y yo más que los demás”.


Bibliografía:

Charles de Foucauld:

- Freemantle, Anne, Desert Calling. Londres: Macmillan, 1950.
- Six, Jean François, Witness in the Desert. New York: Macmillan, 1965.
- Merad, Ali, Christian Hermit in an Islamic World. New York: Paulist Press, 1999.

Louis Massignon:

- Derrida, Jacques, Acts of Religion (Capítulo 8, Hospitality). New York: Routledge, 2002.
- Gude, Mary Louise, Louis Massignon: The Crucible of Compassion. Notre Dame: University of Notre Dame Press, 1996.
- Mason, Herbert, Memoir of a Friend: Louis Massignon. Notre Dame: University of Notre Dame Press, 1988.
- Massignon, Louis (editado por Jacques Keryell, junto a su introducción), L'Hospitalité sacrée. París: Nouvelle Cité, 1987.
- Massignon, Louis (selecciones de Herbert Mason, junto a su introducción), Testimonies and Reflections: Essays of Louis Massignon. Notre Dame: University of Notre Dame 1989.
- Massignon, Louis, The Passion of Al-Hallaj: Mystic and Martyr of Islam. Princeton: Princeton University Press, 1982.
- Jean François Six, L'Aventure de l'amour de Dieu, 80 lettres inédits de Charles de Foucauld à Louis Massignon. París: Seuil 1993.

J.K. Huysmans:

- Baldick, Robert, The Life of J-K Huysmans. Oxford: Clarendon Press, 1955.
- Huysmans, J-K, Lydwine of Schiedam. Rockford, Ill: Tan Books, 1979.

Charles Williams:

- Williams, Charles, The Descent of the Dove. Grand Rapids: Erdmans, 1977.
- Williams, Charles, He Came Down from Heaven. Londres: Faber and Faber, 1960.
- Williams, Charles (editado por Charles Hefling. Essential Writings in Spirituality and Theology. Cambridge: Cowley Publications, 1993.

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Fuente: secondspring.co.uk


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